No es arriesgado pensar que en la calidad de una obra como
La sonrisa robada influyen factores diversos, como la amplia carrera
literaria de José Antonio Abella,
su autor, y la complementación de otras actividades como la escultura y
la Medicina. A todo ello hay que añadir un punto de fortuna: la
conexión humana que el poeta segoviano Javier Moreno facilita al autor
para conocer a José Fernández-Arroyo y a su esposa Lolita Juan Merino.
No acaban aquí las coincidencias, es necesario también conocer su obra.
Perteneciente al grupo de los poetas del Postismo, José
Fernández-Arroyo mantuvo una intensa actividad artística, tanto en lo
literario como en lo pictórico y en la escultura del hierro. En
literatura cultiva diversos géneros: poesía, prosa, trabajos científicos
y diarios, recogidos en Edelgard, diario de un sueño, 1948-1953 (1991) y
continuados en No es un sueño (2007. Los diarios incluyen la
correspondencia epistolar del poeta con la joven alemana Edelgard
Lambrecht entre enero de 1949 y diciembre de 1953. Fernández-Arroyo es
quien anima al escritor, que ha leído esos diarios, a escribir esta
novela. A la sugerencia del poeta («-Se debería escribir una novela con
esta historia») y la contestación del novelista («-Ya está escrita -le
respondo»), Fernández Arroyo le anima: «-Tú deberías escribirla».
El conocimiento de esa experiencia epistolar es la semilla
de la obra. Con la lectura de los diarios, el autor se siente atraído de
forma inexplicable, especialmente por la enigmática personalidad de la
chica alemana: «¿Pero qué había, qué hay en aquellas cartas para que el
hechizo se prolongue más allá de su tiempo y de su destinatario?» (p.
24).
Avatares personales
Esta serie de felices coincidencias explican en buena
medida la génesis y los atractivos de la obra, de extensión poco
frecuente en la narrativa española actual. La sonrisa robada incluye dos
elementos esenciales: la vida (materializada en situaciones diversas y
momentos dramáticos) y la creación, con múltiples registros narrativos.
Junto a la vida plena de sentimientos reflejados en los tres diarios
(las cartas de Edelgard, las del poeta, sus diarios y el de su esposa,
«Los cuadernos de Lolita») el proceso narrativo ofrece un gran interés.
Incluso el novelista, en la crónica literaria del avance de sus
descubrimientos, escribe su propio cuaderno de bitácora.
La impresión humana vivida por el autor, obsesionado por
averiguar la vida de Eldegard, muerta en 1970, le obliga a indagar sobre
ello y sobre el destino de su familia, denunciando los efectos terribles de la Segunda Guerra Mundial,
después de la caída del Nazismo. Hay en ello una clara actitud de
reivindicación de los muertos, o de los débiles: «En esa oculta tragedia
-ha escrito el autor- los quince millones de alemanes expulsados de sus
hogares en Prusia, Pomerania, Silesia o los Sudetes (de los que dos
millones murieron durante la deportación) merecen más que una pequeña
mención en los libros de Historia».
Para llevar a cabo esa investigación viaja a Alemania, lo
que hace de la experiencia un apasionante libro de viajes espiritual,
con los protagonistas de la obra rescatados a través de sus diarios y
las tribulaciones creativas actuales del novelista. De ahí el juego
constante en el manejo del tiempo: en pasado, a través de los diarios, y
en presente, con la presencia del autor y su relación con Fernández-
Arroyo y su esposa. Ella, de gran condición intelectual y humana,
confiesa la extraña relación para con el marido, especialmente antes de
comprometerse formalmente. No es extraño que después confesara
irónicamente: «Me casé con un viudo», aunque recordara con afecto a
Edelgard, conservando en casa algún recuerdo suyo.
La variedad de registros narrativos es abundante y
compleja. El lector avanza sin aliento por estas páginas descubriendo
paulatinamente la visión adolescente y espontánea de la chica alemana y
la de la formación médica de Fernández-Arroyo. Pero el lector asiste
además al proceso creativo, verdadera obsesión para el autor, casi
derrotado en muchos momentos por el esfuerzo. Se repiten los viajes a
Alemania, el éxito en las gestiones, el hallazgo de la tumba de Edelgard
y el recuerdo de Fernandez-Arroyo, como se observa en el regalo que
para él traerá de Alemania: «Corto con el mayor cuidado dos de esas
pequeñas ramas. Una es para José. Cuando regrese a España le hablaré de
este árbol grande y sano. Le diré que duerme a la sombra de ese árbol,
en el bosque más hermoso» (p. 235). La novela avanza paralela al
retroceso vital de Fernández-Arroyo, desesperanzado ya: «José me había
confesado que lo único que le ataba a la vida eran Lolita y el deseo de
leer estas páginas que ahora concluyen» (p. 580).
El final es la confluencia de todos los elementos humanos
que el novelista ha manejado con excelente pulso literario y multitud de
recursos expresivos. Todo desemboca en la desgarrada petición que
Edelgard y José, separados por el espacio y el tiempo, hacen en momentos
decisivos de su vida: «-Tengo frío (…) abrid la ventana para que pueda
entrar el sol». Es el final simbólico de una larga experiencia humana
que José Antonio Abella ha universalizado con inusitada maestría.
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